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Andrés Godoy es uno de esos seres a quienes nada los derrumba. Fanático de la guitarra en su adolescencia, a los 14 años perdió un brazo producto de un accidente. Lo pasó mal. Muy mal. Tuvo un duelo largo. Pero secretamente, pues no quería que sus padres  creyeran que estaba mal de la cabeza, buscó la manera de aprender a tocar guitarra con una sola mano. No sólo lo logró, sino que inventó la una técnica única para poder tocar de esa manera. Se llama Tatap y, hoy, Andrés da clínicas, hace conciertos, publica libros y viaja mostrando su talento por todo el mundo.

Tuve la suerte de entrevistarlo esta semana y cuando le pregunté cómo había sido capaz de superar tanta adversidad –hay que agregar que viene de una familia muy pobre del puerto de San Antonio y que al momento del accidente se fracturó además ambas piernas- me dijo que eso se debe al amor que siempre recibió de su familia, especialmente de sus padres, antes, durante y después del suceso que le marcó la vida. Que tanto amor, tanto cariño y tanta preocupación fueron esenciales para sentirse siempre valorado y para poder enfrentar la vida con resiliencia, es decir, con la capacidad de sobreponerse a las adversidades. En el fondo, lo que le entendí a este superhéroe de verdad es que, si te quisieron lo suficiente cuando chico, tu autoestima siempre será un muro de contención frente a los problemas, un verdadero pilar estructural antisísmico para enfrentar cualquier sacudida. Una especie de escudo protector. Algo que ni la kriptonita puede destruir.

Hay un hombre que sabe mucho de estos temas. Es el psicólogo y Doctor en Recursos Humanos, Carlos Albornoz. Experto en resiliencia y emprendimiento, así como también un crack que logró ganarle al destino ya que a pesar de tener un origen humilde terminó haciendo su doctorado en Estados Unidos; me explicó que si a ese amor, a esa confianza recibida en la casa, se suman dos factores adicionales, entonces las posibilidades que tiene un ser humano con esas características no tienen techo. Rigor y agradecimiento son ese otro par de características. Rigor entendido como “la milla extra”, una frase muy típica en Estados Unidos que se refiere al que es capaz de dar más, incluso cuando ya parece imposible. Y agradecimiento, entendido como querer devolver la mano a toda esa gente –padres, hermanos, abuelos, amigos- que te ha entregado las toneladas de ayuda y cariño necesarias para levantarse cada vez que ha sido necesario. Una gran tríada: amor, rigor y agradecimiento. Más poderosa que todos los juguetes de Bruce Wayne y Tony Stark juntos.

No puedo evitar pensar en esa madre que la semana pasada mató a golpes a su hijo de siete años por no memorizar los versos del Corán. Tampoco puedo evitar pensar que, desde que fui padre por primera vez, rompí varios prejuicios respecto de las palabras siúticas y empecé a decirle a mi hija “Te amo” a destajo, algo que antes siempre me costó bastante más expresar a mis parejas, y que nunca pude decirle a mis padres, a mi hermana o a mis abuelos. Ahora lo hago con mi hijo de cuatro meses, y su masculinidad no es impedimento psicológico alguno para llenarlo de besos, abrazarlo mil veces al día y repetirle hasta el cansancio mi adoración por él. Tengo claro que todo el amor que les estamos dando con mi mujer a estos dos péndex será nuestra mejor herencia. Puro patrimonio expresado en seguridad emocional, confianza en sí mismos y la sensación de que el mundo es un lugar amable donde ellos son bienvenidos y siempre lo serán.

Veo a Andrés Godoy tocar la guitarra con sus cinco únicos dedos y la piel se me pone de gallina: los sonidos que salen de las cuerdas son tan extraordinarios como su temple, su fortaleza y esa genialidad que respiran los grandes cuando se dedican a hacer lo que mejor saben. Y, en cada nota que toca, pienso en sus padres, gente maravillosa que siempre supo decir y repetirle que “sí, se puede” y que estuvieron ahí en cada momento, en las buenas y en las malas. Quiero que mis hijos tengan papás como los que tuvo Andrés. Si además logran desplegar el rigor y si el agradecimiento los ayuda, bien por ellos. En lo que a mí respecta, y en lo que sí puedo influir, seguiré diciéndoles que los amo, que son lo mejor del universo y que cuenten conmigo siempre, a toda hora y en todo lugar.

Por Rodrigo Guendelman

 

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