Anoche terminé de escribir una columna titulada “Blanquita”, cuando esa niñita por la que muchos estábamos preocupados, aún vivía. Ahora las cosas han cambiado. Siento una pena inmensa, al igual que miles de personas que así lo manifiestan por las redes sociales. Y ese sentimiento nada tiene que ver con que sus padres sean famosos o salgan en la tele. Eso sólo hace más público el caso. Lo que a muchos nos pasa, creo, es que vemos en Blanca a nuestra hija, nieta, sobrina, hermana o prima. Y nos duele y angustia y asusta pensar que a cualquiera puede pasarle lo mismo. Y no entendemos cómo alguien de apenas seis años puede morirse.

Antes de esta tristeza evidente y extendida a todo un país que hay en este momento, pensé otra cosa. Y fue por eso que había querido escribir la columna. Me pasó hace unos días, cuando leí la frase que escribió Benjamín Vicuña en Twitter. “Creo en Dios”, decía. Así de simple y profundo. No era necesario tener descendencia para ponerse en los pantalones del papá de Blanquita. Pero si eres padre de una Rafaela de tres años y un Benjamín de cuatro días, más ganas daban de mandar toneladas de energías positivas para que Pampita y Benjamín volvieran a sonreír alguna vez. Incluso antes de que Blanca se fuera, me costaba imaginar una situación más terrible que la que ellos han estado viviendo. Y eso me hizo pensar en algo que aparece y vuelve a aparecer en mi cabeza desde que soy hombre de familia: uno hace cosas que jamás habría hecho antes de ser padre (o madre). Por ejemplo, para los que nunca fuimos muy creyentes e incluso para los eran declaradamente agnósticos y hasta ateos, volver a creer en Dios.

El tuiteo de Benjamín lo decía todo: si mi hija está en riesgo vital, necesito pensar que hay algo más allá que le puede dar una mano para salvarse. Qué importan los libros de Christopher Hitchens o todos los argumentos nihilistas que alguna vez usamos en una sobremesa para demostrar que éramos súper cultos. La paternidad te hace más humilde y menos cínico. Tal como aprendes a limpiar potos, aprendes a decir “te amo” varias veces al día. Trabajas más. Cuidas más tu relación de pareja porque el costo de perder lo que tienes se hace exponencial. Y vuelves a hacer algo que no hacías desde chico. O, tal vez, lo haces por primera vez: rezas. Da lo mismo qué. No importa si es un mantra budista o una oración cristiana o un “shemá Israel” judío. Pero rezas para que tus hijos estén sanos. Y, si se enferman, rezas más. Y pides por ellos. Y de pronto piensas que tus eternos prejuicios hacia la gente que peregrina de rodillas a Lo Vázquez son eso, prejuicios producto de la ignorancia, pues te empieza a hacer sentido que entre esas cientos de rodillas sangrantes haya la misma cantidad de padres desesperados por ayudar a sus cabros. Los hijos te enseñan que existen nuevos tipos de miedos. No quieres que les pase nada a ellos, pero tampoco quieres que te pase algo a ti porque quieres estar vivo y sano para ellos. Muchos venden la moto, dejan de tirarse en parapente, se empiezan a chequear el colesterol, se hacen el examen de la próstata, dejan el pucho y empiezan a hacer deporte.

Entonces, cuando lees que un tipo de tu edad tuitea “Creo en Dios” porque su hija está mal, piensas en esa niñita preciosa, en él, en su señora, en su familia y te dan ganas de abrazarlos aunque apenas los conozcas. Porque sabes que su ruego a Dios es el de todos los padres y que todos nuestros hijos son Blanquita. Yo, al menos, hoy he rezado varias veces por Blanquita y por su familia. Y lo seguiré haciendo. No se me ocurre otra manera de enfrentar la pena.

Por Rodrigo Guendelman

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