¿Se imaginan cómo sería este mundo si todos tuviéramos un pariente cercano con algún tipo de discapacidad, un hermano homosexual, un primo con sangre indígena, un par de grandes amigos judíos, árabes o negros, así como una abuela que alguna vez trabajó de nana?

Piensen por un segundo cómo sería nuestro país si la gran mayoría de los chilenos hubiesen viajado al menos una vez a Perú (a dedo, mochileando o en primera clase, da igual) y conocieran la inmensa riqueza cultural de ese país.

Soñemos ahora con una ciudad donde todos los alcaldes y congresistas se movilizan a pie y en bicicleta y, por lo tanto, entienden la realidad desde esa perspectiva, desde ese otro paradigma: la del tipo que está en contacto con la calle, con la realidad, con los olores, los relieves, las dificultades y no, en cambio, desde la burbuja que significa desplazarse en auto (para remate, muchas veces con chofer). Y agreguemos otro trozo de fantasía: en cada pedazo de nuestra nación imaginaria, los adultos no dejan pasar un segundo entre que un niño cuenta un chiste homofóbico y ellos ponen el grito en el cielo: “Benjamín, mi socio es homosexual y tu tía es lesbiana. ¿Te gustaría que ellos te escucharan diciendo semejante burrada?” Es casi seguro que Benjamín no volverá a repetir dicha acción.

Las cosas cambian diametralmente cuando llevan un “tu” por delante: tu hijo con síndrome de down, tu padre con alzheimer, tu sobrino con discapacidad cognitiva, tu amigo boliviano, tu ex compañero musulmán. Ahí nos importan, nos afectan, nos duelen. Ahí no podemos imitar al avestruz. Animal que por cierto debiera ser chileno, no australiano, por la semejanza con esa característica tan local de esconder la cabeza en la tierra y hacernos los pelotudos.

Si ya el hecho de que seamos insulares ha implicado el tremendo costo de no tener diversidad de razas, etnias ni colores, peor aún es cómo vivimos: ultra segmentados y estratificados, desde la comuna donde está nuestra casa hasta el colegio al que llevamos a nuestros hijos.

¿Se puede hacer algo? Dejo una idea sobre la mesa: todos los colegios de Chile debieran tener cupos obligatorios para niños con discapacidad, para jóvenes de religiones distintas a la católica y evangélica, para hijos de inmigrantes. Si se trata de establecimientos particulares, además del cupo debiera existir una subvención económica. En el fondo, se trata de estimular la diversidad, la mezcla, la heterogeneidad desde nuestros primeros años. Por cada “tu amigo peruano” habrá un discriminador menos. Por cada “tu amigo que se desplaza en silla de ruedas” habrá un futuro arquitecto o ingeniero o urbanista o diseñador preocupado de las necesidades de personas con capacidades diferentes.

Otra cosa: no puede ser que a estas alturas, en pleno 2012, sigan habiendo colegios fiscales que sean sólo para hombres o sólo para mujeres. A los recintos particulares no se les puede obligar (y el costo lo pagarán los niños que durante años verán al otro sexo como un bicho raro), pero a los que funcionan con nuestros impuestos, sí. Que me disculpen los orgullosos institutanos del Nacional, pero tantos años de compañeros únicamente hombres y brillantes implica perderse toda la exquisita riqueza de las mujeres, de los menos “secos” y de los que no son ultra competitivos. Además, la vida está lejos de ser un mundo ficticio de gente con toneladas de testosterona y neuronas.

Ese microcosmos que se da en tantas realidades de Chile, desde el colegio al ghetto donde vivimos (Santa María de Manquehue  y Bajos de Mena, en Puente Alto, son dos ejemplos polarizados) sólo sirve para destruir cualquier posibilidad de conocer al otro, al diferente, al distinto a mí, de estimarlo, respetarlo y querer cuidarlo. No por beneficencia o piedad. Para nada. Sino que porque cuanto más heterogénea es una sociedad, cuanta más empatía social tenemos, más felices somos, más nos desarrollamos y más nos enriquecemos.Es hora de subsidiar la diferencia y castigar la homogeneidad. Es hora de que algunas normas y leyes incentiven las paridades. Aquí la pega es del estado y de nosotros, los ciudadanos. Siempre con el “tu” por delante, ojalá escrito en la frente o tatuado en el brazo.

Por Rodrigo Guendelman

www.guendelman.cl