Leo en Twitter que Thiago tuvo un accidente y de inmediato pienso en el actor Thiago Correa, un tipo conocido por su rol en la película “Machuca” y por otros papeles en cine, teleseries y hasta un matrimonio que fue portada de revistas. Busco la noticia y me doy cuenta de que se trata de otro Thiago, uno que no conozco ni me interesa conocer. Tengo que navegar en Internet para enterarme de que es un “ex Mundos Opuestos”. Y, a juzgar por la cantidad de gente hablando de él, debe ser famoso. Constato, por enésima vez, que hay dos planetas paralelos en este país: el de los que consumen televisión abierta y el de los otros, entre los que me incluyo.

Hasta hace poco me daba vergüenza decir públicamente que no veía tele, porque suena siútico, arrogante, snob. Y, peor, inconsecuente, pues era panelista en el matinal de un canal grande. Pues bien, me aburrí de varias cosas. Primero, de trabajar en el matinal, donde tenía que tragarme varias horas de chismes sobre Kel Calderón y su pololo, u otros contenidos del mismo estilo, mientras esperaba para salir en pantalla. Segundo, de esconder mi nulo interés por los contenidos de la televisión análoga, salvo contadísimas excepciones.

Y, ojo, no se trata de una mirada intelectual ni cultural ni sociológica ni antropológica. Para nada. El asunto es mucho más sencillo: no soy capaz de entretenerme viendo matinales, estelares o realities. Me parecen fomes, previsibles y, especialmente, muy chismosos. Es cierto que algunos tipos de pelambres pueden ser inofensivos. De hecho, los evolucionistas le asignan al chisme un valor positivo por su impacto en la sobrevivencia de la especie, ya que es una forma de obtener información. Pero se trata de pelambres ocasionales y jamás dañinos, de esos que permiten reírse un rato en un cumpleaños. Y, esto es fundamental, siempre y cuando hablemos de un tercero que conozcamos. Pero escuchar pelambres de terceros hablando de terceros es algo que no puedo comprender. En ningún nivel y aunque mejore el tramoya.

Desde la chabacanería visual y discursiva de algunos programas de bajo presupuesto hasta el glamour de Primer Plano, me sorprende que a la gente le interese tanto informarse sobre el traste de los desconocidos. Porque, seamos realistas, el 90% de los chismes de la televisión abierta tienen que ver con sexo, con plata (lo que lleva al sexo) o con poder (lo que lleva a la plata y por ende al sexo).

Sé que más de uno debe estar pensando que mis palabras son doblemente siúticas, pues tener televisión por cable es un lujo para muchos. A eso yo contesto con cifras: cerca de un 60% de los chilenos están suscritos al cable. Otros opinarán que son pocos los que pueden tener una alternativa como, por ejemplo, estar suscritos a un diario. Otra gran mentira. Hoy, recibir el fin de semana un diario como La Tercera, cuesta $3.990 al mes, o sea, lo  mismo que dos cajetillas de cigarros. Además, seamos justos, el éxito de la televisión abierta es transversal, desde el ABC1 hasta el E.

Alguien dirá, bueno, si la tele le gusta tanto a la gente, ¿cuál es el problema? Válido. Cierto. Toda la razón. No soy de los que creen que hay que pelear por una televisión de más calidad (batalla perdida de antemano) ni tampoco ando mandando cartas al Consejo Nacional de Televisión. Pero sí me parece importante dar la oportunidad a las nuevas generaciones de que tengan más intereses que conocer al detalle los personajes del reality de moda.

Yo, al menos, hace rato saqué el televisor de la pieza matrimonial. Pongo horario restringido para que mi hija vea sus monitos. Le compro libros (hay muchos y muy buenos y muy baratos), le muestro fotos, uso el computador para que veamos juntos películas animadas y, especialmente, me preocupo de que esta niñita no vea a sus padres babeando durante horas frente a una pantalla, donde lo que más se hace es hablar de otros. Y donde lo que se habla está repleto de mala vibra, ignorancia, prejuicio y toneladas de discriminación. A mí se me apagó la tele hace mucho tiempo. Y, la verdad de las cosas, lo paso muchísimo mejor. Aunque no sepa quien es Thiago. ¿O se dice Chiago?

Por Rodrigo Guendelman

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