Tengo la siguiente sensación: en Chile estamos obsesionados a niveles alarmantes con el éxito. Es un concepto que nos seduce, nos cautiva y para muchos, para demasiados, se transforma en razón de vida. Queremos conseguir todo rápido, ojalá sin escalas. Y estamos convencidos de que ser exitoso es tener plata. Punto.

Por eso vemos una sociedad desesperada por consumir autos lo más caros posibles, pues son la manera más corta y fácil de decir “la hice”. Los exitosos agradecen los tacos de la tarde, especialmente en verano, porque así la gente tiene tiempo para apreciar sus logros y hasta pueden presenciar en directo el momento en que hacen funcionar el botón que dice “descapotable”.

Los exitosos no pierden el tiempo, porque el tiempo es oro. O sea, no tienen tiempo, menos para su familia. Los exitosos se pavonean frente a sus amigos exitosos –sólo se juntan entre pares, obvio- de que el contador les encontró una manera aún más eficiente de evadir impuestos. Los exitosos presionan en los colegios de sus hijos para que el colegio se cambie a los barrios donde viven los exitosos. Los exitosos evitan bajar de sus vecindarios y sienten cierta comezón cuando tienen que “excursionar” por lugares raros como el Barrio Yungay, la Alameda, el Barrio Franklin o Recoleta. Para qué decir Puente Alto, Maipú o La Cisterna. Los exitosos entienden ganar como sinónimo de que alguien pierda, porque así se sienten más choros, más  especiales, más vivos. Los exitosos son nombres habituales de la cobranza judicial, porque si bien calcularon que su ingreso económico les permitía pagar la cuota del auto, no calcularon que las marcas caras implican mantenciones caras, patentes caras y repuestos caros.

Pero hay un problema. Uno grave. Si eso es lo que en este país entendemos por éxito, entonces podremos decir de ahora en adelante que el ruido que hacen mis llaves es música. Parafraseando el recién lanzado libro de David Fischman, “El éxito es una decisión”, por éxito se entiende el cumplimiento de nuestras metas y nuestros sueños. ¿Es posible que los chilenos pongamos en la misma línea conceptos como anhelos, logros y misión de vida con plata, dinero y lucas? Suena horrible. Y sí, lo asumo, esta es ciertamente una apreciación moral, pues nace de la preocupación que me genera a mí y a muchas otras personas que conozco o que leo en sus respectivas columnas o que escucho en la radio, la manera en que vivimos.

Si nuestro sueño como sociedad es “hacerla”, solamente darle con el palo al gato, meter el gol sin importar lo que pase con mis compañeros y menos con el equipo contrario, las farmacias ya no estarán esquina por medio sino que tendremos dos por cuadra. Si es el auto es el sinónimo máximo y el ícono por excelencia de nuestros logros, no sólo tendremos más contaminación y tacos, sino que jamás podremos dar un salto como sociedad desarrollada. ¿Por qué? Porque los países verdaderamente exitosos son aquellos donde el crecimiento económico va en paralelo con la cultura, con la igualdad en el acceso a la buena salud y educación, con “un sistema de vivienda, urbanismo y transporte público que genere ciudades limpias, humanas, respetuosas de nuestro patrimonio”, como dice Guilermo Larraín en su columna “Desarrollo es más que crecimiento”.

Por eso, no sorprende en lo más mínimo que Raquel Argandoña sea un sinónimo de éxito en Chile y que su cara sea portada de nuestras revistas mes por medio. No extraña que “Pareja perfecta” sea un programa súper exitoso. No es novedad que la “tele” sea nuestro gran referente y que muchos aspiren a ser como los protagonistas de los realities, o sea, atléticos, vacíos, vulgares y famosos. Aunque sea por tres minutos. Da lo mismo, fueron exitosos. La hicieron. Se compraron el auto rojo taquilla. Aunque después no lo puedan seguir pagando. Aunque pronto nadie se acuerde de ellos, les venga una depresión post fama y tomen pastillas para vivir en la insoportable levedad de la indiferencia. Porque el éxito mal entendido da para comer, un rato, pero es pan para hoy y mucha hambre para mañana. 

Por Rodrigo Guendelman

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