Descubro el término que le da título a esta columna en el apasionante blog de la psicóloga chilena Constanza Michelson (psicoanalisisylaciudad.blogspot.com). Ella usa un ejemplo muy gráfico para describir la transparencia absoluta o, dicho de otra manera, la total falta de misterio y seducción: “esos turistas gordos en que ambos llevan poleras “I love Miami”, quienes quizás saben demasiado el uno del otro, disfrutando más bien cada uno en su goce solitario, ya sea con su comida o su máquina de fotos”.

Me da vértigo y claustrofobia imaginar mi vida de pareja así, tal como cuando leí “Vía revolucionaria” de Richard Yates -uno de los mejores y más terribles libros que he le leído en mi vida- y en cada línea sentía el peso aplastante de la vida conyugal que describe Yates. No es difícil caer en el peligroso juego de la transparencia llevada al extremo, pues muchas veces se confunde la confianza con la falta de vida privada, la entrega con la honestidad brutal y el amor con la simbiosis. Si sabemos todo, pero absolutamente todo del otro, entonces no hay margen para el erotismo, la sensualidad ni la pasión. Si somos almas gemelas llevadas al extremo de la hermandad, pasa lo que pasa con los hermanos: nos queremos pero no nos atraemos.

Más todavía cuesta resistirse a esta tendencia contemporánea cuando hay tanto programa y red social que apunta a describir y retratarnos con lujo de detalles. ¿Qué es un reality televisivo exitoso sino la desnudez de alma, cuerpo y espíritu de sus protagonistas? ¿Qué es Facebook sino la acumulación de datos, fotos, trivia, ires y venires, pensamientos, revolcones, pololeos y terminadas, enojos, rabietas, bostezos y hasta estornudos de cada uno de sus usuarios, en confesión ininterrumpida durante las 24 horas? ¿Qué es Wikileaks sino la entrega de cientos de millones de datos, la mayoría desechables, de la rutina de cancilleres, diplomáticos y otros personajes del concierto mundial?

Vivimos tiempos de transparencia obsesiva donde, claro, hay beneficios concretos como la denuncia de los pedófilos y la fiscalización de los políticos, pero cada vez hay menos intimidad. Si el ocio es necesario para procesar los pensamientos y el sueño es vital para funcionar al otro día, la privacidad es fundamental para poder saber quién soy, para pensar y digerir los millones de estímulos que recibimos diariamente, para equilibrar lo externo y lo interno, desarrollar la autoestima, aprender a reconocer fortalezas y debilidades. En suma, para crecer. Y, también, para nunca dejar de admirar y siempre querer seguir descubriendo al otro.

¿Se han fijado lo difícil que resulta leer un texto si uno se pega el libro a los ojos? Así de complicado resulta mantener el sex appeal en una pareja que, de tan extrema cercanía, ya no es capaz de verse. “En la absoluta transparencia ocurre que nada histeriza. Es decir, nada prende el deseo del otro. Así como cuando niños les decíamos a los demás que guardábamos un secreto, aunque éste no tuviera ninguna importancia, eso llevaba a que todos quedaran pendientes. Ese misterio, ese tener algo que el otro no sabe de mí, genera deseo”, escribe Constanza Michelson.

Por eso, me parece que hay que hacer todo lo posible por estimular las actividades independientes de nuestro partner; jamás descuidar al grupo de amigos que cada uno tiene por su lado, desarrollar hobbies, historias que contarle al otro, secretos (de los que no dañan ni agreden), sueños privados, fantasías escondidas y acarrear un baúl personal con la llave atada al cuello. Como ese diario de vida que las niñitas atesoraban cual hueso santo y cuya clave era ultra secreta. Es un derecho y una necesidad. Hace bien. Da seguridad. Genera interés en los otros. Nos hace más libres de los miedos. Y es rico. Pero hay que romper el mito, el viejo paradigma: decir todo lo que me pasa y todo lo que siento y todo lo que hago y todo lo que quiero no le aporta a nadie. En serio. Hay que guardarse un porcentaje para uno mismo. Aunque sea un pedacito chico. Como ese pañuelo de la abuelita que, súbitamente, aparecía cuando ella estornudaba y que luego hacía desaparecer bajo la manga. Sinceridad siempre. Honestidad tirana, nunca jamás.

Por Rodrigo Guendelman

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