Ya tiene nueve semanas. Me refiero a Simón, como lo decimos con mi mujer, pues hasta ahora es más parecido a un sea monkey que a un ser humano. Así que puedo contarlo. Tengo permiso oficial: voy a ser papá por segunda vez. Y, la verdad, estoy asustado. No sé a ustedes, pero a mí cada cambio estructural en la vida me ha costado. Emparejarme, comprometerme, convivir, casarme y tener un hijo. Todos esos procesos fueron un verdadero parto en su momento.

Temía y sigo temiendo por mi libertad. Temía y sigo temiendo por tener que esclavizarme en las pegas para poder financiar una familia, que ahora pasa de tres a cuatro integrantes. Temía y sigo temiendo que leer un libro se transforme en una actividad reservada únicamente para las vacaciones y que, tal como me acaba de pasar este verano, ni siquiera así pueda terminarlo.

Mi hija, el amor más grande de mi vida, tiene casi tres años. Aunque antes nunca quise ser papá y, honestamente, me visualizaba como un solterón eterno, ahora agradezco haber trabajado mis vulnerabilidades y ser el padre de Rafaela. La quiero con fanatismo, me cuesta un kilo ser duro con ella, me siento casi como un groupie masoquista cuando me pide o me dice algo. O sea, aparentemente superé mis trancas. No. Falso. Respecto de este nuevo hijo que viene en camino estoy igual que antes de que naciera mi primogénita. Complicado, lleno de dudas, cual adolescente al que le toca hacerse cargo de una responsabilidad que le parece muy de adulto, casi de otro planeta. No hay economías de escala emocionales en este segundo y último (¿se acuerdan de la columna “Me voy a hacer la vasectomía”?…bueno, no era chiste) hijo. Claro, seguro que me va a ser más fácil cambiar pañales y sacar chanchos, pero eso es técnica, método; en cambio esto otro es abstracción pura: mucha psicología, mucho rollo, mucho onanismo mental.

Ahora bien, no todas mis razones son egocéntricas e inmaduras. También siento culpa. Culpa de informarle a Rafaela que ya no será el centro del universo. “Pero si eso es muy bueno para ella”, me dicen, y no me cabe duda de que a la larga le va a servir, pero yo quiero seguir malcriándola, diciéndole que es única, la más linda, la más inteligente, la más chora, la más creativa y exquisita y maravillosa de las criaturas del universo. Entonces, en lo que sin duda mi terapeuta diría que es pura proyección de hijo mayor que vio amenazado su reinado, percibo este nuevo embarazo como una afrenta al mundo perfecto de mi hija.

No sé cuánto pesa en estas reflexiones el hecho de haber debutado como padre a una edad en que muchos ya tienen hijos adolescentes –me han dicho que muchas veces me comporto como abuelo chocho en vez de hacerlo como papá autoritario- pero sí tengo claro que cuanto más viejo es uno, más racional también es, y por eso, temas como el costo alternativo del tiempo, la inversión que significa criar y el gasto asociado a contribuir con la sobrepoblación mundial no son anécdotas lejanas, sino asuntos concretos de aquí y de ahora.

Vengo llegando de la ecografía. Simón tiene un corazón que late fuerte, se ve sano y eso me da una tremenda tranquilidad. Pero Simón es aún un prospecto sin sexo conocido, un personaje de quien se habla en términos de semanas, días y líquido amniótico. Un enigma. Un ser por el que aún es difícil sentir cosas tangibles. En cambio, de vuelta en la realidad, aquí en el presente, rondan los fantasmas habituales.

¿Cómo me las voy a arreglar? ¿Cuánto más tendré que laburar? ¿Podré pagar dos colegios, de esos que sirven para que en Chile no te estigmaticen? ¿Cómo enfrentará mi hija la competencia? ¿Tendré que cambiarme de casa para que sigamos cómodos? ¿Si en el auto pongo dos sillas, cabrá algo más o me veré obligado a cambiarlo? ¿Qué tanto afectará la vida en pareja el tener que dedicarse a una guagua recién nacida y a una niñita que todavía está en el jardín infantil? ¿Se multiplicarán por dos los miedos a que a cualquiera de los dos les pase algo o el asunto es peor, es decir, es exponencial? ¿Será cierto eso de que uno siempre tiene un hijo preferido y hay que luchar para que no se note? ¿Seré capaz de educar, de querer y de proteger a dos hijos? ¿Soy yo el único gil que se hace estas preguntas o habrá alguien más a quién le pase o le haya pasado algo parecido?   

Por Rodrigo Guendelman

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